¡Hola Albertfans! gracias a todas las personas que se tomaron un momento para leer y comentar los capítulos anteriores.
Como se habrán dado cuenta, estos dos jóvenes impetuosos y enamorados están decididos a vivir su amor, y en este punto nada los detendrá, ¿o sí? Ha llegado el momento de averiguarlo.
Lo que sí les puedo adelantar… es que todavía quedan varios capítulos pendientes.
Ya saben… la mejor manera de saber si están disfrutando esta historia es con sus comentarios y reviews, que leo con mucha emoción.
Y ahora sí… aquí les dejo el capítulo nuevo.
o + o +
Capítulo 9: Paraíso para dos
Si bien Albert no daría marcha atrás al plan que tenía con Candy de jurar sus votos, estaba decidido a casarse con ella con todas las de la ley, y no pararía hasta dar con su identidad. Por eso, una mañana se acercó al periódico que quedaba de camino al trabajo.
-Vine a poner un anuncio, pero no sé en qué sección colocarlo -dijo él cuando estuvo frente al mostrador.
El secretario, un hombre mayor y con gesto adusto, preguntó:
-¿De qué trata el anuncio?
-Es para encontrar a mi familia o alguien que me conozca. Verá, perdí la memoria y no tengo ninguna pista sobre mi identidad.
El secretario lo miró de arriba a abajo, y dijo:
-Mire, si lo pone en anuncios personales, no faltará quien lo reclame como novio. Si seriamente busca a su familia, le aconsejo que lo ponga en avisos legales.
-En avisos legales, entonces -afirmó Albert.
-Muy bien, anote aquí qué quiere que diga.
Albert se quedó en blanco.
-Ya. Yo le ayudo -dijo el secretario-. ¿Sabe su nombre, al menos?
-William Albert, creo… Sí, estoy seguro, William Albert. Es todo lo que recuerdo.
-¿Qué edad diría que tiene?
Albert parpadeó, confundido.
El secretario, impaciente, apuntó:
-Debe tener 25 o 26 cuando mucho.
El secretario continuó garabateando y luego presentó el anuncio a Albert, para ver si estaba de acuerdo. El anuncio decía así:
«William Albert, amnésico, busca a su familia. Caucásico, estatura 6’2, ronda los 25 años, cabello rubio, ojos azules. Si tiene datos sobre su identidad, escriba a la dirección…»
Albert estuvo satisfecho, pagó la tarifa y se dispuso a salir.
Al verlo alejarse, el secretario sintió compasión por ese joven, en la plenitud de la vida, separado de su familia y con poca esperanza de encontrarla.
-¡Hey, William, William Albert! -lo llamó.
El joven volvió sobre sus pasos y se plantó frente al mostrador. El secretario habló de nuevo.
-Mira, hijo, si no encuentras lo que buscas con este anuncio, sigue intentando, pero con un periódico distinto cada vez. Gente diferente, lee cosas diferentes. Ojalá que la suerte te asista.
Albert sonrió y se despidió con una inclinación de la cabeza. Todavía le quedaba preparar la sorpresa que tenía para Candy antes de reunirse con ella para… ir a la iglesia. De solo pensarlo sintió un mariposeo en el pecho; era innegable que estaba nervioso, emocionado. Cómo no, si estaba a punto de unir su vida a la de Candy.
Albert, con chaleco y camisa nuevos, se ajustaba la corbata una y otra vez, caminaba de extremo a extremo de la sala, iba a la cocina, bebía agua, lavaba el vaso, bebía agua de nuevo, mientras esperaba que Candy saliera de la habitación.
«¡Gobiérnate, William!» Se dijo, con ese nombre que usaba para reprenderse a sí mismo y que, seguramente, le venía de la olvidada infancia. Tomó aire. «¿Por qué se tarda tanto en salir?»
El clic de la puerta al abrirse, lo hizo saltar.
Desde la habitación apareció Candy, hermosísima, en un lindo traje de calle color marfil. No era un vestido de novia, pero era su vestido de novia.
Albert, boquiabierto, no pudo ni hablar.
Candy comenzó a reír al ver su reacción y se acercó a él.
-Veo que te ha gustado mi vestido.
-No es el vestido, eres tú la que me ha dejado impresionado. Eres una novia muy bella.
Como afuera hacía mucho frío, se abrigaron muy bien. Candy había prendido un pequeño velo de red a su mejor sombrero, y lo ajustó sobre su cara antes de salir rumbo a la iglesia que habían elegido.
A esa hora se celebraba otra boda, esa sí con trajes elegantes, cortejo y muchos invitados.
Candy y Albert habían decidido «tomar prestada» la ceremonia, y buscaron un sitio en la nave lateral donde no había gente. Desde ahí podían escuchar con claridad el servicio sin ser vistos.
Escucharon el sermón como si fuera para ellos y, al momento de intercambiar los anillos, ambos sonreían con los ojos húmedos. Estaba hecho, habían unido sus vidas definitivamente.
A la salida de la iglesia, caía una nieve suave.
-Tengo una sorpresa para ti -dijo Albert con alegría, y la condujo hasta un sitio a pocas calles de la iglesia.
Se trataba de un pequeño restaurante italiano muy pintoresco. Con el piso de mosaicos blanco y negro, a manera de tablero de ajedrez. Las paredes en color bermellón y la iluminación suave, le daban un aire muy cálido, en contraste con el invierno que recrudecía al exterior.
El capitán de meseros los condujo hasta una mesa apartada del paso, lo cual les daba cierta privacidad.
-¡Qué lindo lugar, Albert! ¿Cómo lo encontraste?
-Siempre que paso por aquí el aroma me llama, y esta es la ocasión perfecta para venir… con mi esposa -dijo él, y dio un beso juguetón en la oreja de Candy.
Tal como el aroma prometía, la comida era deliciosa y no tuvieron problema alguno para acabar con la botella de vino entre los dos.
Al salir hubieran querido dar un tranquilo paseo hasta su casa, un poco achispados por el vino, pero el frío de la noche los hizo apurar el paso.
Subieron las escaleras del apartamento casi corriendo para refugiarse del clima lo más pronto posible. Una vez dentro se abrazaron fuerte para combatir el frío.
-Al fin solos -dijo Albert con una sonrisa sugestiva-. Ya sé que hemos estado a solas muchas veces, pero hoy es diferente.
A Candy le entró una risita nerviosa que no podía controlar, y hundió el rostro en el pecho de Albert.
-Candy, ¿está todo bien? -dijo él, asegurándose de que ella pudiera verlo a los ojos.
-Sí… solo que… no tengo ni idea de…
Candy se interrumpió y miró hacia un lado, ruborizada.
-Mi amor, cualquiera que haya sido mi vida antes, no puedo recordarla. Así que… entramos en nuestro matrimonio en igualdad de circunstancias.
Estas palabras, y la dulzura de Albert al decirlas, la tranquilizaron por completo. Pero la tranquilidad le duró apenas un momento, hasta que él la tomó en brazos para besarla, por primera vez sin tener que contenerse de ninguna forma.
Al principio el beso fue lento, pero intenso, y las manos de Albert volaron hacia su espalda para estrujarla con cierta desesperación. Algo de esa urgencia debió sentir Candy también, porque lanzó su sombrero al sillón y se ocupó en quitarle el abrigo a Albert.
De camino a la habitación fueron cayendo las prendas, una tras otra. Para cuando llegaron al pie de la cama, no había nada más que quitar.
Si era un deleite mirar, les quedaba por descubrir la calidez de sus cuerpos desnudos bajo las sábanas.
Entre besos llenos de amor, Albert fue haciendo un camino con sus labios por el cuello de Candy y se detuvo a saborear las preciosas perlas que adornaban la punta de sus senos.
Las sensaciones que desataba en ella no le eran desconocidas, debido a los jugueteos que habían tenido antes, pero sí eran mucho más intensas que nunca.
Aunque faltara la experiencia, el instinto no podía equivocarse en lo que ambos deseaban cada vez más.
-Ven a mí, mi amor, ven a mí -dijo ella entre suspiros.
Albert levantó el rostro, y se detuvo un momento para mirarla a los ojos, antes de abrirse paso, cariñosamente, entre las piernas de Candy.