Paraíso para dos – Capítulo 15

¡Hola, hola!

Después de unas semanas vuelvo con la entrega número 15 de esta historia. Las emociones están a flor de piel y… este capítulo no será la excepción.

Disculpen que no conteste a todos sus mensajes, apenas me da tiempo de actualizar, pero tengan por seguro que los leo y los atesoro todos.

Y sin más preámbulo…

O + O + O

Capítulo 15: En mitad de la noche

Albert abrió los ojos y quedó confundido por el dosel de la cama que pendía sobre él. Incluso antes de comprender dónde se encontraba, su mente bloqueó todo lo que había alrededor y le mostró una linda cara llena de pecas.

-¡Candy! -murmuró con una voz quebrada.

Al instante, un médico acudió a su lado e intentó tranquilizarlo.

-No se agite, señor Ardlay, está usted en su habitación.

Albert ignoró al médico y se incorporó, con intención de salir de la cama.

-Por su propio bien, permanezca sentado mientras lo reviso, Sr. Ardlay -insistió el otro.

En vano trató Albert de resistirse, pues junto a él ya se encontraba Georges, hablándole con amabilidad, pero también con firmeza.

-William, permite al doctor hacer su trabajo. De nada servirá que te levantes si vuelves a perder el sentido.

Albert miró a Georges y esta vez lo reconoció. No como el amigo de Candy que había llegado de improviso, sino como su fiel consejero, el hombre que lo conocía mejor que nadie.

-¡Georges, eres tú!

El médico continuaba su revisión de los signos vitales del joven patriarca y al fin, preguntó:

-¿Sabe usted dónde se encuentra, sr. Ardlay?

Albert miró alrededor y asintió.

-Estoy… estoy en Lakewood… esta es mi habitación… Yo soy William Albert Ardlay.

Esto último lo dijo con tanta sorpresa como abatimiento.

-¿Sabes quién eres? ¿En verdad lo sabes? -apremió Georges.

-Sí, lo recuerdo, lo recuerdo todo.

Albert se cubrió los ojos con una mano, como si quisiera esconderse de la miríada de recuerdos que le llegaban de golpe.

-Iré a avisar a su tía -dijo el doctor, y salió a toda velocidad en busca de la Sra. Elroy.

-¡Georges, llévame con Candy ahora mismo!

Albert se puso de pie, pero perdió el equilibrio y cayó al piso. Su amigo lo llevó a la cama de nuevo.

-William, estás muy débil por la conmoción y te golpeaste muy fuerte al caer por las escaleras. Estuviste inconsciente algunas horas. No te encuentras bien.

Solo en ese momento Albert reparó en el dolor que atenazaba todo su cuerpo y se quejó al recostarse en la almohada.

-No quiero pasar la noche lejos de ella -insistió Albert-, pero tampoco puedo hacerla venir aquí ahora que sé todo lo que eso implica. Ya comprendo por qué decías que mi matrimonio debía tratarse con suma delicadeza.

-Es verdad que no está en los mejores términos con la Sra. Elroy…

-Eso no me importa. Tienes que ir por Candy, llévala a un lugar seguro hasta que yo pueda reunirme con ella. Dile solo lo indispensable y espera a que yo se lo cuente todo. Arregla mis papeles cuanto antes, estoy decidido a hacerla mi esposa sin perder un minuto. Vete ya, que llega mi tía…

Georges aprovechó el revuelo que se hizo cuando la Sra. Elroy entró en la habitación para salir sin llamar la atención. Entendía muy bien lo crítico de las circunstancias.

Aunque hubiera querido ir a toda velocidad hacia la posada de la Magnolia, Georges se contuvo, porque de nada serviría volcar el auto y empeorarlo todo. Si es que debía calmarse, pero había pasado unas horas terribles mientras William había estado inconsciente.

Al menos, ahora el heredero había recobrado la memoria. Todo mejoraría pronto, sin duda.

Con lo que no contaba, era con que Candy no atendía la puerta. Por más que llamó, nadie abrió y desde fuera solo se podía percibir silencio. ¿Y si algo le había ocurrido?

Georges dudó un poco, pero al final tuvo que usar unas habilidades de las que no estaba nada orgulloso y que había obtenido durante su difícil infancia. Con un pequeño alambre que encontró tirado por allí y con la fineza de movimientos de sus manos, abrió la cerradura en un instante. Se coló con sigilo en el departamento y encendió una luz.

Nada. Nadie.

Recorrió el pequeño hogar con pocos pasos. La puerta de la habitación estaba abierta, así que entró. El mueblecito que hacía de armario llamó su atención. Un presentimiento oscuro lo impulsó a revisarlo. Sus sospechas eran ciertas: estaba medio vacío. Solo quedaban las magras pertenencias de William, ni rastro de la ropa de Candy.

Sobre la almohada de la cama matrimonial descubrió una nota. No se habría atrevido a leerla de no ser por lo desesperado de las circunstancias y cuando supo su contenido, su corazón se detuvo un instante… era terrible.

-¿Y ahora, qué hago, qué le diré a William? -murmuró para sí.

Con gran pesar, pero con más prisa todavía, volvió a Lakewood.

Albert dormitaba, pero no había caído en sueño profundo, así que despertó tan pronto escuchó que la puerta de la habitación se abría. La lamparilla de noche echó luz sobre el rostro serio de Georges al acercarse. Albert supo enseguida que algo iba mal.

-¿Qué sucede?

Georges se aclaró la garganta.

-Candy no estaba en el departamento.

-¿De qué estás hablando!

-William, te lo ruego, no te exaltes. Todo parece indicar que ella está bien. Sin embargo… no puedo mentirte, parece que ha abandonado la ciudad. Encontré esta nota.

Georges sacó la nota de su bolsillo y la entregó. La nota decía:

«Albert:

Sé lo de tu familia y no puedo, en buena conciencia, quedarme a tu lado. He dejado Chicago para no volver. No intentes buscarme. Cumple tu destino como el hombre honorable que eres.

Candy»

Esa pequeña nota había requerido de toda la fuerza de voluntad de la joven. Lo más difícil había sido refrenar los «te amo» en una despedida tan desgarradora.

Albert se puso de pie de un salto, a pesar del dolor que irradiaba de los moretones que habían aparecido por todo su cuerpo, testigos de su caída por las escaleras.

-William, espera…

-Voy a buscarla. Si no me llevas tú, iré yo solo. Sabes que no miento.

Habría sido inútil discutir con él. Georges entonces se dispuso a ayudarlo a cambiarse de ropa y, en total secreto, salieron de Lakewood para ir en busca de Candy.

-¿Cómo pudo enterarse de «lo de mi familia»? ¿Quién más sabía de mi paradero?

-La única persona que sabía que te había encontrado era tu tía, pero yo nunca le di detalles de tu paradero. No lo creí prudente. Por eso le aseguré que te llevaría a Lakewood a la primera oportunidad.

-Pues, de alguna manera, Candy se enteró que yo… soy el tío William. No la culpo por estar horrorizada después de todo lo que ha padecido desde su llegada al clan. Si al menos mi familia le hubiera dado un trato mínimamente digno…

-William, no es momento de atormentarte con cosas que no estaban en tu mano.

-Sigo sin comprender cómo pudo saber quién soy. ¿Y si me siguió hasta las oficinas? ¿Cómo supo que fui a Lakewood? ¡Esto no tiene ningún sentido!

Albert dio un puñetazo desesperado en el techo del auto, que hizo retumbar el metal.

-Cuando demos con ella se lo preguntas. Ahora necesito que te calmes y que uses la poca fuerza que te queda para que la encontremos, ¿de acuerdo?

La momentánea severidad de Georges surtió el efecto deseado. Albert exhaló con fuerza y dijo:

-Tienes razón. Lo que importa es dar con ella.

En lugar de perder el tiempo en el Magnolia, donde Candy ya no estaba, Albert dio las indicaciones para ir a otro lugar.

A pesar de que no quería inquietar al inquilino, Albert no pudo evitar tocar la puerta con evidente desesperación.

El doctor Martin abrió la puerta, adormilado, pero no pareció extrañado por la visita.

-¡Muchacho! Pasa por favor.

-Dr. Martin, usted sabe dónde está ella, ¿verdad?

-No, Albert, no lo sé. Candy vino temprano por la tarde para pedirme una carta de recomendación porque tenía que marcharse al instante, pero no quiso decirme ni el destino ni la razón.

-¿Usted le dio la carta?

-¿Qué más podía hacer, muchacho? Por más que intenté tranquilizarla y pedirle que se lo pensara dos veces, no hubo manera… tú ya la conoces. Estaba decidida a marcharse y negándome a darle la carta de recomendación solo le haría las cosas más difíciles. Lo comprendes, ¿no es cierto?

Albert asintió con amargura.

Ni siquiera tuvo cabeza para despedidas de cortesía. Simplemente se puso de pie y salió rumbo al auto acompañado de Georges. -Vamos a buscarla a la estación de tren -murmuró Albert-, si por un milagro no ha partido aún de la ciudad.

Continúa en Paraíso para dos – Capítulo 16

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