Paraíso para dos – Capítulo 14

¡Hola Candyfans! ya sé que me he tardado en actualizar, pero créanme que he estado muy ocupada, afortunadamente se trata de cosas maravillosas. Ya salió a preventa mi nueva novela «13 Lunas de Plata», disponible en todas las tiendas de Amazon y debutando en el #1 de Romance y Fantasía y #1 en Fantasía Histórica. Si les gustan mis fics, les invito a que conozcan mis historias originales, estoy segura de que les van a encantar.

Pero no crean que me olvido de esta historia… y si el capítulo anterior les pareció emocionante, agárrense, ¡porque este está para quitar el hipo!

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Capítulo 14: La familia de Albert

Un brillante auto negro franqueó la reja de la propiedad de los Ardlay. En el espléndido automóvil volvía el heredero tras largos años de ausencia, pero solo Georges y la tía Elroy lo sabían.

Albert miró en todas direcciones, sin poder vislumbrar la casa principal. Al remontar una colina, descubrió la gigantesca mansión a la distancia.

-Esta es Lakewood.

Georges miró de reojo a Albert, quien exhaló con fuerza al darse cuenta del verdadero tamaño de la fortuna de la familia… de su familia.

La Sra. Elroy, que había estado esperando junto a la ventana, apenas vio venir el auto, salió al encuentro de su sobrino tan rápido como se lo permitieron sus cansadas piernas.

-¡William!

La tía corrió hacia Albert para abrazarlo y él se contrajo instintivamente. Por más que le dijeran que esta era su familia más cercana, la Sra. Elroy era solo una extraña.

-¡Oh, William, mi muchacho, cuánto hemos padecido por tu ausencia!

-Lo lamento -fue lo único que supo decir él.

-¡Ay, hijo! -exclamó la gran dama entre lágrimas, y volvió a abrazarlo.

Albert se dejó conducir al interior de la mansión. Si el exterior blanquísimo y brillante lo había deslumbrado, los innumerables candelabros de cristal austriaco, los bordes dorados de los muebles y los grandes cuadros de ilustres antepasados consiguieron hacerlo sentir incómodo.

-¿Esta era mi casa?

-Esta es tu casa -respondió con dulzura la tía-. Una de muchas, pero ciertamente la residencia principal. Espero que encuentres todo a tu entero gusto.

-¿Puedo ir a mi antigua habitación?

-Desde luego que sí. Está en el piso superior. ¿Quieres que te acompañe?

-No se preocupe Sra. Elroy… es decir, tía… no se canse. Estoy seguro de que Georges puede guiarme.

Albert se giró hacia Georges, quien asintió, aunque con un fugaz gesto de inquietud.

La habitación estaba impecable, con finísimos muebles de ébano y una cama con dosel traída del viejo mundo, con sábanas de seda y cubrecama de encaje. A pesar de la elegancia del recinto, nada había en ella que hablara sobre su dueño; ni fotos, ni libros, ni adornos que revelaran la personalidad del inquilino. Más parecía una habitación de huéspedes.

-¿Esta era mi habitación? -dijo Albert sin poder ocultar su extrañeza.

-No pasabas mucho tiempo aquí… solo venías para descansar. Te mostraré tus verdaderos aposentos.

Georges fue hacia una esquina y abrió la última puerta del clóset. Apartó hacia un lado los elegantes abrigos largos de casimir y dejó al descubierto un pasadizo secreto.

Albert siguió a Georges dentro del pasadizo, que pronto reveló una estrecha escalinata que daba al ático de la mansión.

Cuando Georges encendió las luces, Albert quedó boquiabierto.

Delante de él había un gran salón alargado que abarcaba toda la extensión del ala oeste de la mansión. Lo primero que vio fue numerosos libreros repletos, estantes con instrumentos musicales de todo tipo, incluida una colección de gaitas. Un poco más allá, había una mesa de billar, un amplio escritorio de trabajo, un caballete junto a la ventana y varios óleos sin terminar.

Albert caminó por todo lo largo de la habitación y al final descubrió una estantería llena de juguetes. Aunque no guardaba memoria de haber estado allí antes, sintió de pronto una infinita tristeza.

«Así es como pasé largos años: escondido en un ático… Por más lujoso que parezca, ¿quién querría volver a una vida como esta?»

-Lo siento, pero no puedo recordar nada -dijo Albert tras un largo silencio.

Georges no se atrevió a preguntar más, y siguió a Albert de vuelta al dormitorio. Una vez allí, el más joven echó una mirada alrededor y no pudo evitar pensar que se trataba de un lugar frío y solitario en comparación con su modesto pero cálido hogar. Quizá cuando Candy viniera con él para ocupar su lugar de dueña y señora, esta mansión podría convertirse en un sitio feliz.

-Por favor, llévame a casa, Georges. Ahora mismo, lo único que quiero es ver a Candy.

Al salir hacia el pasillo, desde lo alto de la escalinata vieron a la tía Elroy, que se paseaba nerviosamente en la planta baja, esperando el regreso de su sobrino. Ella había ordenado que se sirviera la cena y esperaba poder convencer a William de pasar la noche en Lakewood para ganar tiempo…

Sin embargo, Albert ya estaba decidido a volver a casa con su amada Candy en ese mismo momento. No podía imaginar cómo le contaría la verdad o qué sería lo más conveniente, pero una cosa estaba clara: no regresaría a la mansión sin antes hacerla su legítima esposa.

En todo esto venía pensando al bajar por la escalinata, cuando un intenso sonido lo hizo detenerse.

-¿Quién está tocando esas gaitas? -dijo Albert con expresión agitada.

-¿Gaitas? No hay ningunas gaitas -contestó Georges, consternado.

Pero Albert se sentía cada vez más aturdido por el ruido ensordecedor.

-¡Por favor, haz que paren! -gritó él, y se llevó las manos a la cabeza, que le estallaba de dolor.

Con un aullido lastimero, Albert se desplomó, rodó escaleras abajo y quedó tendido al pie de la escalinata, inconsciente.

o +

Esa misma mañana, muy temprano, Sarah Lagan había entrado con paso firme en el salón de belleza «Etolia de Paris». Apenas ponía un paso dentro del local, la Srita. Emily corría a recibirla con honores dignos de una reina. Para cualquier otra clienta, tanta zalamería habría resultado inapropiada e incómoda, pero Sarah creía que era el único lugar en Chicago donde realmente la trataban según su dignidad. Había dado con el saloncito por mera casualidad y la Srita. Emily habría reconocido en el andar de la Sra. Lagan que se trataba de una clienta importante.

La astucia de la Srita. Emily para leer a las personas con un vistazo le había permitido hacerse con leales clientas adineradas, pues sabía dar a cada una lo que más deseaba.

Con el tiempo, la Srita. Emily se había vuelto una especie de confidente de Sarah, y la había auxiliado en asuntos espinosos en los que el apellido Lagan simplemente no podía verse envuelto. Esta era una de esas ocasiones.

-Asegúrate de que estemos a solas -dijo Sarah antes de tomar asiento.

Emily colocó el letrero de cerrado y echó seguro a la puerta. Cerró las cortinas y fue a sentarse en un banquito pequeño. Aunque había otros asientos disponibles, Emily hizo esto a propósito para quedar a menor altura que la Sra. Lagan. Sabía que esto la hacía sentir importante y la volvía más generosa a la hora de pagar los favores.

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Hacia el mediodía, Candy se ocupaba en sacudir y ordenar el comedor de su diminuto departamento, cuando alguien tocó la puerta.

Al abrir, se encontró con una mujer muy bella, de impecable presencia, aunque su vestido era de tela sencilla.

-¿En qué le puedo ayudar?

-Mi nombre es Emily y vengo a tratar un asunto… ¿cómo decirlo?, de la más delicada naturaleza.

Las cejas de Candy se levantaron, demostrando su desconcierto. Antes de que pudiera decir nada, Emily ya se había metido en la casa, cerrando la puerta tras de sí.

-Es sobre… el hombre que vive con usted.

Emily observó con atención a la encantadora rubia que tenía delante, de rostro fresco y gentil. «No parece ser del tipo que engatusa a los hombres como pensaba la Sra. Lagan, pero las que se ven más inocentes son las más peligrosas», se dijo Emily.

-¿Es sobre Albert? -soltó Candy sin pensar.

-Sí, en efecto, es sobre Albert -dijo la otra, que hasta ese momento no sabía el nombre en cuestión-. Verá, el señor Albert le ha ocultado algo todo este tiempo. Yo vengo a hablarle en nombre de mi hermana, pero sobre todo, de mis sobrinos.

-No comprendo a qué se refiere.

-El señor Albert ha venido a casa después de mucho tiempo, para darnos una noticia terrible. Ha venido a ver a mi hermana para pedirle el divorcio porque se ha enamorado de alguien más.

-¿Qué dice! Albert recobró la memoria y… ¡es casado!

Con la información que Candy misma acababa de darle, la astuta mujer urdió una mentira todavía mejor. Si no fuera porque Candy estaba completamente aturdida por las palabras de Emily, se habría dado cuenta del tono falso y exagerado con que hablaba y que, aunque hacía el ademán de limpiarse las lágrimas, sus ojos estaban perfectamente secos.

Emily sacó de su pequeño bolso un sobre, lo arrojó sobre la mesa e hizo una seña a Candy para que lo abriera. Dentro había un sencillo retrato de bodas. El novio era alto y rubio, con actitud solemne… se trataba de Albert.

-Así como lo oye -volvió a la carga Emily, recogiendo el fotomontaje que le había entregado la Sra. Lagan-. Tan pronto recordó todo, vino a buscar a su legítima esposa para deshacerse de ella. Mi hermana, que lo ama más que a su vida, estaría dispuesta a todo con tal de verlo feliz… pero… sus hijos, sus pequeños hijos ¡se quedarán sin padre!

-¿Sus hijos? -murmuró Candy sintiendo que el aire le faltaba.

-La pequeña Emma y el pequeño Bert, ¿qué será de ellos? Albert, es decir mi cuñado, se ha negado a verlos. Dijo que lo único que le importa es ser feliz con su nueva vida, que si han estado tanto tiempo sin él ya ni siquiera lo recordarían -se lamentó la mujer, de forma teatral.

Candy se sentó, al borde del desmayo, y dijo:

-Eso no puede ser, Albert no diría algo así.

Pero Emily se dio cuenta de que estaba ganando el juego y volvió a la carga con más patetismo que antes.

-Eso no es todo. Mi pobre padre, el abuelo de los niños, quiso hacerlo entrar en razón, pero Albert estaba fuera de sí, gritaba como un loco que nadie lo separaría de su verdadero amor, ¡y se ha liado a golpes con mi anciano padre!

Candy se llevó una mano al pecho, presa de un mareo que casi la hace desfallecer. Todo aquello era imposible de creer.

La mujer siguió con su perorata.

-Por un milagro, los vecinos han logrado separarlos antes de que matase a mi padre a golpes, y se han llevado detenido al señor Albert.

-¡No es verdad, eso no puede ser verdad! -gritó Candy, pero esta vez con un llanto incontenible -Tengo que ir a verlo…

Candy quiso ponerse de pie, pero Emily la sentó de un empujón.

-No señora, ¿no se da cuenta de que con eso solo nos causará más desdichas? Mi padre no presentará cargos y el señor Albert pronto saldrá libre. Por eso he venido a verle sin perder un minuto. En cuanto salga de los juzgados, mi cuñado vendrá a buscarla, como ha jurado que haría. Yo sé que usted es buena, lo veo en su mirada. Además es joven y muy bonita, puede rehacer su vida muy pronto… pero mi hermana, que le ha dado a su esposo sus mejores años, y que ha cuidado con abnegación de sus hijos mientras su padre faltaba, ¿qué le quedará a ella si usted no se hace a un lado?

Una espada de dolor atravesó el corazón de Candy en ese instante. De eso se trataba todo… Emily había venido para pedirle que renunciara a Albert.

-Yo hablaré con Albert -dijo Candy-. Lo haré entrar en razón. Me haré a un lado como usted pide.

Emily recordó lo que le había dicho la señora Lagan, que había que deshacerse de «la mujerzuela» a toda costa, de inmediato. Se preparó para dar la estocada final.

-Mientras él albergue una esperanza de estar con usted, no habrá forma de que vuelva con mi hermana, lo sabe, ¿no es cierto? Si quiere salvar de la orfandad a mis pequeños sobrinos, lo único que queda es que usted… desaparezca sin dejar rastro.

Esto lo dijo Emily al tiempo que extendía frente a Candy un pequeño rollo de billetes.

-Guarde su dinero -dijo Candy, destrozada-. Le hace más falta a… a los hijos de Albert.

Continúa en Paraíso para dos – Capítulo 15

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