¡Hola, hola! De vuelta con un nuevo capítulo y solo les diré… que las cosas están por complicarse…
Gracias por sus comentarios y reviews, los leo con mucha emoción.
Y sin más preámbulo, aquí está el capítulo 13.
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Capítulo 13: William Albert
De camino a Lakewood, la tía Elroy cambió repentinamente de opinión y dio la orden a su chofer.
-¡Llévame a la casa de los Lagan!
Sin perder un minuto, el chofer corrigió el rumbo.
Sarah recibió a la matriarca en su salita privada, y dispuso que los sirvientes se retiraran después de dejar el servicio de té, pues por la cara de la tía era obvio que venía a tratar un asunto delicado.
-Sarah, lo que vengo a hablar contigo hace peligrar el destino de la familia Ardlay -soltó Elroy con una angustia tal que resaltaba sus arrugas.
-Hable, querida tía, cuenta conmigo para lo que sea -afirmó Sarah con solicitud.
-No puedo explicarte los detalles, que son muy bochornosos, pero… necesito de tu ayuda. Se trata de una mujer. Debemos alejarla de nuestra familia a como dé lugar, me oyes.
-Ya veo.
Sarah bajó la mirada. De primera mano sabía lo peligroso que podía ser eso.
-Sarah, querida, un joven prominente de nuestra familia cuyo nombre no diré por el bien de todos se ha enredado con esa mujer, que lo tiene enloquecido, sometido a sus pies, ¡quién sabe con qué malas artes!
Sarah, temiendo que se tratara de su adorado Neil, contestó con firmeza:
-Tía, para defender el honor de esta familia, estoy dispuesta a lo que sea. Podemos comprar su silencio.
-Es advenediza tiene más orgullo que hambre. Y más cuando sabe que tiene a un hombre sometido a su más mínimo capricho. El estado en que se encuentra este pobre muchacho es vergonzoso -dijo la tía, secándose las lágrimas con un fino pañuelo de encaje-. Si acudo a ti, es porque no sé qué hacer. Y ninguno de los hombres del clan tomará este asunto con la debida seriedad. Te aseguro que esa mujer es en verdad peligrosa.
Sarah, que alguna experiencia tenía en lidiar con los enredos de faldas de su marido, dijo:
-Yo… creo saber cómo puedo hacer que esa mujer desaparezca de nuestras vidas, sin dejar rastro.
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El sábado por la mañana, Candy se levantó más temprano de lo común y fue hacia el pequeño cuarto de baño con intención de arreglarse.
Estaba por quitarse su bata de dormir, cuando escuchó que Albert le hablaba desde la cama.
-¿Qué pasa, mi amor, por qué tanta prisa en empezar el día?
Candy se asomó por la puerta hacia la habitación para responder.
-Recuerda que hoy te reunirás con Georges para ese trabajo…
-¡Oh, pero aún tenemos tiempo! -dijo Albert levantándose de la cama.
-¿Tiempo? ¿Tiempo para qué?
Albert acortó la distancia para tener toda su atención.
-Tiempo para ti, para mí… para hacer el amor.
Sus ojos la sedujeron con un destello apasionado. Quién podría imaginar que el rostro dulce de su Albert podía transformarse de tal modo con el pulso del deseo.
-¡Qué manera de mirarme tienes!
Él solo sonrió con un gesto anhelante y la devolvió a la cama entre besos y caricias íntimas.
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A las 11 de la mañana, Albert tocaba la puerta de un edificio situado en una calle de poco paso. Fue el propio Georges quien le franqueó el paso y lo invitó a seguirlo escaleras arriba hacia una amplia oficina. Por lo demás, el edificio estaba desierto.
Albert dejó su maletín de herramientas en el suelo, y miró alrededor con curiosidad. La oficina estaba limpísima y bien iluminada, aunque con cierto aire melancólico.
-Tome asiento, Albert, por favor.
Georges esperó a que Albert se pusiera cómodo, pero él mismo se quedó de pie. Albert esperaba que le dijera cuál era el problema con el tejado, pero Georges no perdió tiempo para ir al grano.
-Ese día que estuve en su departamento, yo no iba a visitar a la señori… señora Candy. En realidad, fui por esto:
Georges sacó un periódico del cajón y lo puso delante de Albert. Tenía señalado el anuncio que Albert había puesto.
«William Albert, amnésico, busca a su familia. Caucásico, estatura 6’2, ronda los 25 años, cabello rubio, ojos azules. Si tiene datos sobre su identidad, escriba a la dirección…»
Albert miró el periódico con detenimiento, antes de decir:
-Quiere decir que usted… conoce mi identidad.
-Así es.
-¿Por qué no dijo nada en ese momento? -preguntó Albert, con los labios temblorosos, al sospechar que no iba a gustarle la respuesta.
-Porque… no esperaba que usted tuviera esposa y, mucho menos, que se tratara de… ¿Puedo preguntar cómo fue posible que ustedes se casaran?
-Eso es un asunto privado -dijo Albert con sequedad.
Georges comprendió que Candy y Albert no habían legalizado su unión. Decidió dejar de lado los formalismos.
-William, seré franco. Eres un hombre mucho más importante de lo que imaginas. Cualquier asunto de tu vida privada tiene relevancia para muchas personas. La situación de tu esposa, debe ser manejada con la máxima delicadeza.
-Habla de una vez, Georges. ¿Qué diablos está pasando?
-Empezaré por decirte que no rondas los 25 años como pensabas. Debes estar por cumplir los 32.
-¡¿Los 32?!
-Además, eres el heredero de una gran fortuna, la cabeza de una de las familias más prominentes de Chicago… Los Ardlay.
-Ese nombre -dijo Albert, llevándose una mano a la cabeza, que comenzaba a dolerle por el esfuerzo mental.
-Es el mismo que lleva Candice White… Ardlay.
Albert comenzó a hiperventilar, temiendo lo peor.
-Por favor, Georges, no me digas que estoy viviendo una tragedia griega sin saberlo.
Georges se apresuró junto a Albert y lo tomó por los hombros de modo paternal.
-¡Nada de eso, muchacho! ¡Cálmate! Entre Candy y tú no existe ningún lazo de sangre.
-¿Entonces, entonces qué hay?
-Candy es hija adoptiva de los Ardlay.
-Adoptiva… es verdad -dijo Albert con alivio.
-Sin embargo… fue adoptada por decisión tuya y… figuras en los papeles de adopción como su tutor legal.
-¿Yo… tutor legal de Candy?
-Bueno, ya no más. Ella ha cumplido la mayoría de edad hace poco y ahora, eres solamente su benefactor.
-Ella nunca me dijo nada de eso -apuntó Albert, con extrañeza.
-Porque no lo sabe.
-¡Por Dios, Georges! ¿Qué es todo este enredo?
Por primera vez, la solemnidad de Georges se quebró, y se llevó una mano al entrecejo, al borde de las lágrimas.
-Es un enredo, es un terrible enredo -admitió-. William, tú heredaste el imperio Ardlay siendo apenas un niño. Desgraciadamente, tu posición en la familia era muy vulnerable, por eso se decidió ocultar tu identidad hasta que te hicieras mayor. Fuiste educado con los mejores y de una manera muy estricta. Demasiado estricta a mi parecer. Cuando se preparaba tu presentación formal ante la familia, hace unos cinco años… decidiste que habías tenido suficiente encierro y que, antes de asumir tu lugar, querías probar un poco de libertad. Y te marchaste a África sin que yo, ni la tía Elroy, ni nadie pudiera hacer nada por impedirlo.
-Sí, Candy también habló de mi viaje a África.
-Durante un tiempo recibimos noticias tuyas, sin remitente, claro está. Lo más que supimos fue que estabas en algún poblado perdido en Ghana. Y después… nada. Yo fui a buscarte a hasta allí, pero lo único que conseguí averiguar es que habías decidido volver a Europa, y eso nos dio la esperanza de que seguías con vida.
Albert apoyó la cabeza entre las manos, con un mareo momentáneo, mientras intentaba asimilar todo lo que Georges le había dicho. Al fin alzó la cabeza y dijo:
-Candy dice que yo la rescaté de morir ahogada, que así nos conocimos. Pero dice que yo era un vagabundo sin hogar, igual que ella.
Georges sonrió con añoranza.
-Recuerdo cuando me lo contaste. Tú estabas de incógnito en una casa abandonada dentro de la propiedad de los Ardlay. Si de igual forma no te dejaban socializar, preferiste vivir bajo tus propios términos. Fue a raíz de ese incidente que ordenaste la adopción de Candy. Estabas muy angustiado por la forma en que la trataban en casa de los Lagan. Entiendo que tus sobrinos te dieron la idea.
-¿Mis sobrinos?
-Sí. Tus sobrinos conocían a Candy y la tenían en gran estima. Pero ya habrá tiempo para hablar sobre eso -Georges no quiso ahondar mucho en el tema de momento, temiendo angustiar excesivamente a Albert-. Ahora hay asuntos más apremiantes que debo discutir contigo…
Comenzó a decir Georges, pero Albert lo interrumpió.
-Haré lo que me pidas, pero primero hay algo que debo saber. Por todo lo que me cuentas, debes haber adivinado que Candy y yo… que no fue posible… que las promesas entre nosotros son legítimas pero…
-Entiendo -dijo Georges para evitarle a Albert la bochornosa confesión.
-Georges, dime la verdad, ¿soy libre para casarme con ella?
-Sí, William. Eres libre.
Albert sintió cómo el pecho se le aligeraba.
-Entonces todo estará bien… Nada nos impedirá estar juntos. Ahora entiendo por qué decías que el asunto de mi esposa debía tratarse con delicadeza. Pues así debe ser. Antes que cualquier otra cosa, eso es lo que hay que arreglar primero.
-Así será -respondió Georges, enternecido-. Por lo pronto, me atrevo a pedirte algo muy importante. Tu tía, la Sra. Elroy, tu familia más cercana, está deseando verte. En cuanto confirmé que el anuncio en el periódico se trataba de ti, se lo hice saber. Acordamos esperar a que yo tuviera esta charla antes reunirse contigo, pero ha estado muerta de la angustia desde que te perdimos la pista y te suplica que la visites hoy mismo.
-¿Hoy mismo?
-Será una visita breve, por el bien de tu anciana tía. Yo personalmente te llevaré de vuelta al departamento donde tu esposa te espera, esta misma noche. Por ahora, Candy cree que estarás ocupado trabajando todo el día y no se extrañará de que llegues un poco más tarde.
Albert suspiró. Esa mañana había creído que iría a reparar un tejado y nada lo había preparado para todo esto. Pero reunió fuerzas y contestó: -Supongo que no hay caso en dejarlo para después.