¡Hola de nuevo! En el capítulo anterior nos quedamos con el coraje atorado gracias al doctor, ¿verdad? Pues ahora vamos a saber qué sucede. En pequeños ratitos logré completar este capítulo, para corresponder a sus comentarios tan lindos. Por favor, déjenme sus reviews.
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Capítulo 3 – Un regalo del Príncipe
Candy se apresuró hacia el vestidor de enfermeras y se ocultó en el rincón más apartado para calmarse. Todo le daba vueltas.
No podía dejar que la vieran así. De no se sabe dónde, sacó fuerzas para secarse las lágrimas y cambiarse el uniforme, pues su turno había terminado hacía ya rato.
En el curso de unos pocos minutos, Albert había pasado de ser su querido amigo a su… ¿novio? Ni siquiera habían llegado a hablar de eso, pero aquel beso no podía ser un simple arranque del momento, ¿o sí?
Por si fuera poco, en la cúspide de su felicidad, había llegado el Dr. Brooks a complicarlo todo. Ahora sería imposible visitar a Albert de manera regular, pero eso no sería ningún impedimento para ella. Si se había arriesgado a la expulsión del prestigioso colegio en Londres por ver a sus queridos amigos Archie y Stair, ¿qué iba a detenerla para reunirse con Albert?
Definitivamente, esperaría a que el doctor terminara su turno para volver en busca de Albert.
Con gran sigilo fue a echar un vistazo al rol de guardias y después se aseguró de que el Dr. Brooks la viera salir del hospital, para apagar toda sospecha.
Albert, por su parte, había salido de la habitación casi al mismo tiempo que Candy. No le fue difícil dar de nuevo con el cuarto de lavandería. En lugar de ropa de doctor, se hizo con un uniforme de limpieza que le venía algo corto de las piernas. Unas botas de goma completaron su atuendo. «Al menos así me será fácil encontrar un trabajo pronto», se dijo con optimismo forzado.
Candy, en cambio, fue al dormitorio de enfermeras, a pocas calles del hospital, y se metió en la cama con todo y ropa. Sería fácil simular que estaba dormida hasta que fuera momento de salir, pues las otras chicas llegaban exhaustas y caían en sueño profundo apenas tocar la almohada.
Cuando todo estuvo en calma, salvo por uno que otro ronquido de sus compañeras, Candy escapó del dormitorio.
No tardó en llegar al Santa Juana. Estudió el exterior del edificio para planear la forma de colarse hasta la habitación cero. De un vistazo encontró un árbol frondoso, su perfecto aliado para saltar el muro y llegar al segundo piso.
Trepó con facilidad, aunque el aterrizaje fue más penoso de lo que hubiera querido. Rodó, se hizo daño en el codo, pero se puso de pie de un salto y corrió de puntillas hacia la habitación.
Dio un toque suave en la puerta, esperando que Albert abriera. Un minuto después volvió a tocar. Nada. ¿Acaso Albert tenía el sueño tan profundo? Luego pensó que, después de unos eventos como los de esa tarde, nadie podría dormir con facilidad… y sintió un escalofrío.
Giró la manija, que cedió en seguida y, en cuanto entró, descubrió la verdad: Albert se había ido.
Lo que tenía ganas de hacer era echarse a llorar sobre la cama pero, en vez de eso, tomó un par de respiraciones largas para despejarse la cabeza y pensar lo que debía hacer.
Estaba segura de que Albert no la habría dejado sin una buena razón… o una amenaza. Ahora comprendía por qué la mirada de Albert, al separarse, tenía ese tinte trágico. No le quedaban dudas de que Albert había ofrecido irse a cambio de que no la despidieran. Pero… ¿Por qué el Dr. Brooks había aceptado? ¿En qué lo beneficiaba separarlos?
¡Pues no estaba dispuesta a permitirlo! Sintió cómo el cuerpo se le llenaba con una determinación: no pararía de buscar hasta dar con Albert.
Se escabulló fuera del hospital y su primer impulso fue ir a la estación del tren. Corrió con todas sus fuerzas y llegó sin aliento.
El andén de salidas estaba casi vacío. Solo había dos posibilidades: que Albert ya se hubiera marchado, o que siguiera en la ciudad. Candy prefirió aferrarse a esta esperanza porque, además, tenía sentido que él continuara en Chicago, pues no tenía dinero para abordar un tren. Aunque eso no lo había detenido para viajar como polizón en el tren del atentado… ¡Rayos! Ella misma había hecho un viaje extraordinario, embarcando de manera clandestina. Si es que eran tan similares…
¡Eso era! Candy tuvo la corazonada de que Albert haría lo mismo que ella en esta situación: alejarse del bullicio y buscar refugio en la naturaleza.
Muy cerca del hospital había un parquecito que se veía desde la ventana, solo que era demasiado pequeño y transitado como para buscar refugio en él. No, seguro que no estaría allí. Si lo conocía bien, Albert habría buscado un parque grande, que más pareciera un bosque dentro de la ciudad, pero, ¿cuál de todos?
Candy se llevó una mano al pecho instintivamente y palpó los dos dijes que siempre la acompañaban: la cruz de la Srita. Pony y el broche del Príncipe de la Colina.
Al de la Srita. Pony le pidió auxilio para encontrar al hombre que le había salvado la vida. Al broche del Príncipe le pidió ayuda para encontrar al hombre que amaba.
«Príncipe, ¿me perdonarás que haya dejado de buscarte? La ilusión de volver a verte me sostuvo en los momentos más solitarios de mi vida. Solo que, en lugar de encontrarte a ti, una y otra vez me he reencontrado con Albert, alguien real. Ya no quiero vivir de ilusiones, sino de algo maravilloso y verdadero. Ahora… necesito verlo de nuevo.»
La campanilla del broche tintineó en su mano. Casi al mismo tiempo, sonó una campanada a cierta distancia, la primera que marcaba la medianoche.
«¡La torre de Santa María! Está junto al parque del estanque… Albert tiene que estar allí.»
Guiada por el tañido de la campana, Candy echó a correr, segura de que esa pista era un regalo del Príncipe de la Colina.
Se adentró en el parque, escudriñando entre las sombras, buscando a Albert. Casi había perdido la esperanza, cuando descubrió una silueta masculina, de pie junto al estanque. Su cabello ondeaba con el aire, a la luz de la luna llena.
¡Era él!
Candy lo llamó a gritos, mientras que Albert creyó que alucinaba cuando la vio correr hacia él.
-¿Candy, en verdad eres tú? -fue lo que acertó a decir cuando ella se arrojó a sus brazos.
-¡A fin te encontré! -contestó ella, conmovida hasta las lágrimas.
Albert sintió júbilo y vergüenza, a partes iguales.
-No tenías que venir a buscarme, Candy. Solo te he causado problemas.
-¿Qué dices! Si por más no fuera, ¡te debo la vida! ¿Crees que podría tener la conciencia tranquila dejándote a tu suerte?
-Debes confiar en que me valdré por mí mismo.
-De eso no tengo ninguna duda, pero, ¿qué hay de mí, de… nosotros?
Esa palabra, «nosotros», caída de los labios de su amada, venció toda posible resistencia.
-Nosotros -repitió Albert en un susurro, y se rindió al impulso de tomar a Candy en brazos-. Pues qué, ¿acaso estoy hecho de piedra? ¿Es que no llevo sangre en las venas?
Aferrándose a Candy con ternura, Albert pensó que, después de todo, no faltaba a su palabra. No había sido él quien había venido a buscarla y, además, qué pacto de honor podría haber con un hombre tan mezquino como el Dr. Brooks, que se había aprovechado de un momento de desesperación para separarlos, con segundas y viles intenciones.
-¿Cómo pude creer que sería capaz de alejarme de ti? -dijo él al oído de Candy.
Esta vez, fue Candy quien se le colgó del cuello y lo atrajo para besarlo con ímpetu. El aire arreciaba, pero ninguno de los dos lo notó, arropados en la calidez del abrazo.
Tuvo que llegar un remolino de hojas secas para devolverlos a la realidad. Albert miró alrededor.
-Es hora de ir a casa, Candy. Vamos, te acompaño.
-Pero… ¿y tú? No pensabas pasar la noche en un parque, ¿verdad?
-No sería la primera vez -dijo Albert en un tono tranquilizador.
-¿Cómo lo sabes? ¿Puedes recordarlo?
-Nada de eso. Solo tuve la sensación de que dormir al aire libre no era nada nuevo para mí.
-Es verdad… cuando me llevaste a la cabaña en el bosque, me quedé con esa impresión. Solo en el Hogar de Pony me había sentido tan segura, tan a mi aire, como esa velada y esa mañana después de que me rescataste -de pronto, la expresión risueña de Candy se tornó seria-. Albert, ¿y si… volviéramos a compartir techo?
-Lo de la cabaña fue diferente… ¡Muy diferente! -contestó Albert, atónito con la propuesta de Candy.
-¿Por qué? ¿Es que debo temer que tu comportamiento será menos honorable que entonces?
-¡Desde luego que no!
-¿No decías que querías que nos escapáramos juntos, hace tan solo unas horas?
Albert suspiró, había sido atrapado por sus propias palabras.
-Es verdad, Candy. Todavía lo quisiera, no te equivoques, pero debemos pensar en términos prácticos. Tú tienes un alojamiento digno y seguro… ¿qué razón vas a dar para dejarlo?
-Diré que voy a mudarme con mi amiga Patty y su abuela. Además, si me quedo en el dormitorio, será muy fácil para el Dr. Brooks tenerme vigilada y no tengo intención de darle ese gusto.
El rostro de Candy se agrió por un instante y Albert quedó muy sorprendido.
-Candy… tú… ¿cómo supiste?
-No sé qué te habrá dicho ese hombre, pero, a pesar de mis pocos años, he conocido suficiente gente que engaña y pisotea a los demás para beneficio propio.
-Aun así, no creo que sea prudente…
-Lo que no sería prudente es que te deje ir sin haberte recuperado del todo. Ya sé que me dirás que te encuentras bien, pero… me muero de la angustia de pensar que tengas una recaída, que te vuelvan los episodios de confusión mental. Albert, tu condición aún es delicada, en eso no miento.
-Tú ganas -dijo Albert, cuando cayó en la cuenta de que se había quedado sin pretextos-. Te propongo que hablemos sobre esto con una taza de chocolate caliente, ¿te parece bien?
Candy tomó el brazo que Albert le ofrecía, con una sonrisa triunfal en el rostro.