Después de lo sucedido en el capítulo anterior quedaron algunas interrogantes en el aire, pero ha llegado el momento de saber qué pasa por la cabeza de Candy. Es su tiempo de «despertar» en más de una forma.
En realidad, este fue uno de los primeros capítulos que escribí en el borrador y tenía muchísimas ganas de que llegara el momento de publicarlo. Lo escribí con muchísimo cariño y espero de corazón que lo disfruten.
Uff… uff… qué nervios…
Aquí va:
+ o + o +
Capítulo 15
Mientras estuvo en Nueva York, Candice me llamó cada mañana para hablarme del rápido progreso de Juliet. Ayer, seis días desde que nos separamos, fui a recibirla a la estación del tren de Chicago.
Esta tarde, vamos juntos a la casa en el bosque que alojará el dispensario médico, para revisar los progresos. Río para mí al ver al nutrido grupo de trabajadores que reparan el techo y se afanan en que se cumpla la fecha prevista de la inauguración.
Candice y yo entramos de la mano en la casa. El olor de pintura fresca y barniz es muy intenso, así que abro todas las ventanas, mientras Candice se pasea por el salón principal, mirando cada rincón.
-Qué diferente se ve con las reparaciones. No imaginaba lo bonita que podía ser. Estaba muy ruinosa cuando viviste aquí, Albert.
-A mí me gustaba -digo con un tono divertido- podía alojar animales sin preocuparme de que arruinaran los muebles.
-¡Vivías como un salvaje!
-Es cierto… ¡Bah, no me arrepiento para nada! -digo y le paso un brazo por encima de los hombros.
Candice me arregla el corbatín y aprovecho el momento para sorprenderla con un beso en los labios. Ella se separa de mí de un salto cuando escucha cómo los trabajadores bajan por la escalera, ya han terminado su turno por hoy.
Al pasar junto a nosotros, antes de salir de la casa, los trabajadores se despiden efusivamente y noto que Candice está roja como manzana.
-Nadie nos ha visto, quédate tranquila -le digo.
Ella se cubre el rostro y niega con la cabeza.
Tomo a Candice de la mano y la invito a seguirme escaleras arriba.
-Anda, quiero mostrarte un nido de golondrinas que descubrí hace poco.
Una vez en la planta alta, llevo a Candice junto a la ventana más grande. Desde ahí puede verse un nido de paja y lodo, con apariencia de canasta tejida, pegado a una de las vigas de madera que sobresalen de la casa. Una golondrina sale volando del nido y entonces es posible ver que hay dos o tres polluelos dentro, lo que llena a Candice de alegría.
-Recibí carta desde Italia esta mañana -le digo-. El padre de Gelmino está de vuelta en casa.
-¡Qué buena noticia!
-Sí, me siento mucho más tranquilo ahora.
Luego de darle algunos detalles más de la carta, me dispongo a salir y cuando ya he bajado un par de escalones, me doy cuenta de que Candice se ha quedado de pie en medio de la habitación, inmóvil. Me toma un momento darme cuenta de que quiere hablarme de algo y regreso a su lado.
-¿Qué pasa, Candice?
-Hemos hablado muchas veces de Terry, pero nunca desde que rompí con él, no realmente.
-Candice, no es necesario…
-Sí, lo es. Yo quiero hablar sobre eso.
Recién comprendo que la visita a Nueva York ha motivado esta charla.
-Muy bien, si así lo quieres.
Le toma unos momentos decidir por dónde comenzar.
-Cuando lo pienso detenidamente, Terry y yo nos conocimos muy poco, compartimos apenas unos meses en el colegio, medio año, algo más. Y sólo nos hicimos novios los últimos días… Al principio, cuando recién conocí a Terry, me recordaba mucho a Anthony.
-¿A Anthony?
Me parece muy curioso que Terry le recordara a mi sobrino, pero, si lo pienso, Anthony tenía poco de haber fallecido y aún estaba muy presente en el corazón de Candice.
-Sí, lo sé, eran muy diferentes -contesta ella-. Pero sí, me recordaba mucho a Anthony. Esa puede ser la razón por la que solo podía ver lo bueno y lo agradable en Terry. Ignoré lo que me disgustaba: sus desplantes y sus maneras bruscas…
Candice hace una pausa, toma mi mano y me mira a los ojos, para decir:
-En aquel momento, y aún después de que Terry partiera rumbo a América, yo no era capaz de mirar a nadie más, ni al mejor de los hombres, aunque lo tenía delante.
Cuando habla de la época en que vivíamos en Londres, recuerdo muy bien sus visitas frecuentes al zoológico donde yo trabajaba. Ella tenía quince años y yo veintitrés.
-Tanto así como el mejor de los hombres, no sé… Y, bueno, tampoco era tiempo de que pensaras en mí de esa forma, Candice. Con los años que te llevo, eso no era posible en aquel momento. Incluso para mí, los sentimientos que tenía por ti comenzaron a cambiar sólo cuando volvimos a encontrarnos en Chicago.
-Yo era muy, muy joven cuando viví en Londres, es cierto. Y tal vez fue por la edad tan impresionable en la que conocí a Terry que me aferré a su recuerdo por tanto tiempo. Eso, y la forma tan abrupta de separarnos, me causaron una honda impresión. Él y yo no volvimos a encontrarnos sino años después; a pesar de que intentábamos vernos, no lo conseguíamos. No entendía por qué la vida nos negaba el encuentro. Pensaba que, como sufría tanto, debía ser porque amaba en igual medida. La nostalgia y la incertidumbre hacían temblar mi corazón. Era fácil confundir tal conmoción con amor, porque no conocía otra cosa -ella se queda en silencio unos momentos y luego me sonríe-. Hoy es tan clara la diferencia, hoy que conozco el amor dulce y pleno que crece con las alegrías diarias, cobijado por la buena ventura…
-Amor mío, son tan dulces tus palabras.
-Y son todas ciertas. La primera en saber de este cambio en mi sentir fue Annie. ¡Se alegró tanto de que por fin había entrado en razón! -Candice se lleva una mano a la mejilla, divertida. Después, vuelve a adoptar un tono más serio- Pero, debes saberlo, Albert: no es la razón la que me hace estar contigo. No se trata de un frío cálculo de la mente. Yo quiero estar a tu lado porque es un anhelo vibrante de mi corazón, de todo mi ser.
Es la primera vez que Candice me habla con tanta vehemencia de sus sentimientos por mí y debo confesar que me ha tomado por sorpresa. Saber que me ama con la misma intensidad que yo a ella me conmueve al borde de las lágrimas. Sólo ahora comprendo cuánta falta me hacía saberlo. Acaricio su mejilla y me pierdo en la profundidad de sus ojos.
-Candice…
-Yo te amo, Albert, me tienes loca de amor por ti.
¿Qué es lo que ha dicho? ¿Loca de amor por mí? Esta declaración apasionada me deja boquiabierto.
Cuando Candice descubre mi asombro, me lleva hacia ella, tomándome por el cuello de la camisa para besarme, ¡y de qué manera!
Me abrazo a ella; me aferro a su cintura, pero pronto necesito más. Mis manos exploran su espalda y sus brazos, mientras ella clava sus dedos en mis hombros. Tiene una forma inigualable de sacudirme las dudas.
Ella lleva sus manos a mi cabeza, pasa sus dedos entre mis cabellos y tira de un mechón. Un escalofrío me recorre, un arrebato me llena el cuerpo; ahora quien cree enloquecer soy yo. Abandono su boca un momento para tomar aire y enseguida hundo mis labios en su cuello.
Candice se aprieta contra mi pecho y yo la beso con mayor fervor. Nuestros corazones, casi tocándose, baten con una fuerza incontenible. Siento como su cuerpo se estremece entre mis brazos y eso casi me hace perder el dominio de mí mismo.
Entonces, ella se queda muy quieta y yo aligero mi abrazo para darle libertad. Candice da un par de pasos hacia atrás.
-¡Albert! -me dice con voz entrecortada.
Luego se cubre la boca con ambas manos y me mira con los ojos muy abiertos. No sabe qué hacer.
Quiero decirle algo para tranquilizarla, hacerle saber que todo está bien, pero no me salen las palabras. Lo único que puedo hacer es sonreír de oreja a oreja, con la respiración agitada; porque ahora estoy seguro, no me quedan dudas, ella lo quiere todo de mí.
Repentinamente, ella estalla en risas, mitad de nerviosismo, mitad de júbilo. Yo tampoco puedo contener las carcajadas.
De pronto es todo tan claro, los dos lo sabemos: estamos más que listos para casarnos. No quepo en mí de felicidad.