¡Hola! les traigo una muy romántica historia de Candy y Albert. Inició como un one-shot, pero gracias al entusiasmo que mostraron, se convirtió en un fic de más capítulos. Espero que la disfruten y me dejen sus reviews.
Como ya saben, los personajes pertenecen a sus autoras. Este es un pequeño tributo.
+ o + o +
Capítulo 1 – Un animal de zoológico
«¡No puedo seguir aquí!»
Se dijo el paciente del cuarto cero, llevándose las manos a la cabeza. Llevaba tres días de recobrar la consciencia, y de estar encerrado en la habitación más apartada del hospital, como animal de zoológico.
El Dr. Brooks lo examinaba una vez al día, más como a un curioso caso de estudio, que como a un paciente. Las enfermeras lo trataban con recelo y, según oyó sin querer, tiraban monedas al aire para decidir quién atendería al «oso andrajoso», como lo llamaban.
Se miró en el descascarado espejo del baño y tuvo que admitir que su aspecto era atemorizante. Su cabello largo y revuelto competía en volumen con la barba crecida, que cubría dos terceras partes de su cara. Una de sus cejas estaba cubierta por una costra de sangre seca. Bajo los vendajes, tenía el torso lleno de arañazos provocados por las esquirlas de una explosión… había sobrevivido un atentado, del que era sospechoso. Eso le habían dicho. Ni siquiera tenía un nombre con el qué reclamar su propia identidad. Todo se había borrado.
La enfermera White era la única que parecía interesarse genuinamente en él. Hasta le había dicho que podía llamarla por su nombre de pila: Candy. Un nombre dulce para una dulce persona.
Tal vez porque era el único rostro amigable en su soledad sin recuerdos, era que tenía la sensación de haberla visto antes.
Aunque todavía tenía momentos de aguda confusión mental, el paciente del cuarto cero calculó que faltaba mucho para la visita del Dr. Brooks. Si se movía con rapidez, lograría escapar sin que nadie notara su ausencia, con tiempo para que no pudieran darle alcance.
Tomó aire y así, descalzo como estaba, salió hacia el pasillo mal iluminado. Solo se detuvo a pensar en su aspecto, cuando la casualidad lo llevó al cuarto de lavandería del hospital. «No sería buena idea andar por la calle con aspecto de haber escapado de un hospital psiquiátrico», pensó.
Con un vistazo rápido encontró los trajes de los doctores, planchados y colgados en una esquina. En una zapatera contigua había zapatos de hombre recién boleados.
Ponerse una bata de doctor sería demasiada osadía, así que solo se puso una camisa blanca y los pantalones grises a rayas más largos que encontró, aunque le venían muy holgados de la cintura.
Después fue a medirse los zapatos, cosa que le tomó más trabajo, pues casi todos los pares a simple vista le iban pequeños.
-¿Qué clase de doctores trabajan aquí? ¿Niños de escuela elemental? -dijo en voz alta.
Al fin encontró un par que parecía lo suficiente grande para él, pero en cuanto se puso el primero, se resignó a huir del hospital con los dedos de los pies apretujados unos sobre otros.
-Yo y mis malditos pies enormes…
A falta de espejo, inspeccionó su atuendo estirando los pies y las manos para comprobar su ajuste. Se dijo que aquello no era casimir inglés pero iba bien con los zapatos Oxford, y podría pasar como un paseante más sin llamar la atención.
«Interesante… no me acuerdo ni de cómo me llamo, pero sé lo que es un psiquiátrico, reconozco los zapatos Oxford y el casimir inglés… ¿cómo es que sé todas estas cosas? Qué buen chiste sería que yo tuviera familia y educación, que este oso andrajoso resultara un caballero después de todo.»
Desde fuera se oyeron dos voces femeninas que se aproximaban al cuarto de lavandería. El fugitivo debió esconderse en un armario para no ser descubierto. Por una abertura alcanzó a ver que se trataba de una lavandera y la enfermera White, que hablaban de esta manera:
-Estoy segura de que tengo un uniforme limpio de su talla, señorita White.
-Betsy, ya te he dicho que me llames Candy.
-Aquí tiene señori… quiero decir, aquí tienes el uniforme, Candy.
-¡Oh, gracias, Betsy! Mira cómo me ha puesto el traje ese niño malcriado, pateaba con tal fuerza para que no le diera su medicina, que me la ha tirado encima. ¡Uy, huele horrible! No, no, no lo soporto más, me cambiaré ahora mismo.
-Pero, Candy…
-No pasa nada Betsy, puedes volver a tus tareas. Ya me encargo yo.
Betsy no se atrevió a protestar más y dejó a Candy a solas. Al menos eso creyó.
El paciente del cuarto cero luchó con toda su voluntad para mantener los ojos cerrados mientras la enfermera White se cambiaba el uniforme, pero al fin, miró.
La verdad es que habría visto más si Candy llevara un bañador de esos con que las chicas se paseaban por la playa. La gran diferencia era que estaba mirando sin permiso.
La enagua de algodón, tan simple y sin adornos, lucía como una diáfana vestimenta de hadas, que dejaba entrever el cuerpo de Candy. El espía no pudo menos que sorprenderse con lo mucho que ocultaba el uniforme; Candy no solo tenía un rostro bello, sino hermosísimas formas de mujer.
«Y yo que me estaba dando aires de caballero, pues ya tengo muy claro que no lo soy. Me he portado como un rufián», se dijo el hombre en el armario.
Candy reajustó las medias al liguero que ceñía su cadera y al momento se escuchó una nueva voz que la llamaba desde el pasillo.
-¿Dónde estás, Candy?
– ¡Aquí estoy, Mary, en el cuarto de lavandería!
Mary, también enfermera, ni bien entró, casi pegó un grito al ver a Candy en paños menores.
– ¡Candy! ¿Por qué no vas al vestidor de enfermeras como la gente normal? Cualquiera podría entrar y encontrarte… ¡Así!
Candy siguió con lo que estaba sin escandalizarse en lo más mínimo, y dijo:
-Oh, Mary, por aquí solo venimos nosotras y las chicas de lavandería. ¿Alguna vez has visto un doctor que se ocupe por sí mismo de su ropa?
-No… nunca -admitió Mary, encogiendo los hombros-. Ya casi me olvidaba de lo que vine a decirte: lo has conseguido; van a asignarte al paciente del cuarto cero de forma permanente.
Esta vez, Candy sí que reaccionó con entusiasmo.
-¿De verdad, Mary, no bromeas?
-Pues eso me ha dicho la jefa de enfermeras. Te lo dejará para el final del turno. ¡Ay, Candy! No entiendo de qué te alegras, ni por qué insististe tanto en que lo dejaran a tu cuidado.
-Mary, ¿alguna vez te has sentido tan desolada que un simple gesto solidario de un extraño hace toda la diferencia del mundo?
Mary negó con la cabeza.
-Es por eso que no lo comprendes, y ojalá que nunca te veas en esa situación -contestó Candy.
Al escuchar a Candy, el hombre en el armario, sintió que el corazón se le hundía en el pecho de solo pensar en irse y pagar con tanta ingratitud a la única persona que se había preocupado por él.
Un par de días después, Candy pensaba en la notable mejoría de ánimo que había tenido su paciente amnésico. Aunque hablaba muy poco, estaba segura de que lo había visto sonreír detrás de todas esas barbas, al menos un par de veces.
Otra buena señal, era que había mostrado interés en los libros que Candy le prestaba, y hasta le había pedido que consiguiera una navaja de afeitar, un objeto que le habían negado en el hospital, por considerarlo peligroso en manos de un sospechoso de espionaje como él.
El paciente, que no tenía mucho más qué hacer, se entretuvo un largo rato en afeitarse la cara y, una vez que terminó, quedó muy sorprendido de lo que vio en el espejo.
– ¡Vaya! Si no soy tan mayor -exclamó al descubrir su propio rostro.
Además, la herida de la ceja había sanado y su cabello ya no era una maraña impresentable. Ya no parecía un oso, sino un hombre joven y, si su vanidad no lo engañaba, bien parecido. Sonrió al imaginar la sorpresa que le daría a Candy cuando viniera a visitarlo.
Cuando Candy llegó con la charola de comida, Albert abrió la puerta y la recibió con una gran sonrisa.
– ¡Hola, Candy!
Ella puso cara de haber visto un fantasma y dejó caer la charola con todo y los cacharros.
– ¡Cielo santo, Albert, eres tú!
-¿Cómo me has llamado?
Candy se olvidó de todo protocolo y se arrojó a los brazos de Albert, ya no tenía dudas de que era él.
El desconcierto de Albert fue total, y más cuando vio que Candy lloraba de emoción. Lo único que se le ocurrió fue abrazarla también, para consolarla.
Cuando se calmó, algo avergonzada de su impulsivo abrazo, Candy se separó de Albert y se puso a recoger los trastos.
-Deja eso por ahora, ya nos ocuparemos de los trastos -pidió Albert-. Candy, ¿qué es lo que está pasando?
-No recuerdas nada, ¿verdad?
La tristeza cruzó la cara de Albert cuando contestó:
-No.
-Albert, ese es tu nombre. Tú y yo nos conocemos hace mucho tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres. Cuando te vi en el hospital, me pareció que tus ojos eran justo como los de ese amigo tan querido para mí, pero era imposible creer que realmente se trataba de ti, que el destino nos reuniera de esta manera.
-Eso debe ser, el destino…
Candy se secó las lágrimas y, después de que entre los dos limpiaron el desastre que se había hecho con los trastos, ella fue a buscar otra ración de alimentos.
Mientras tanto, Albert volvió a la vida, por así decirlo. Ahora tenía un nombre y un hilo que lo ataba a su historia pasada. Qué curioso que todo, desde su decisión de quedarse en el hospital, hasta recobrar la esperanza, tuviera que ver con Candy.
Durante los días que siguieron, Candy le contó cada detalle que pudo recordar y, aunque Albert no guardaba ninguna memoria de eso, podía imaginar todo lo que ella le decía.
Todos los días, Candy pasaba un par de horas en compañía de Albert. Como su visita estaba programada al final del turno, se quedaba más tiempo con él antes de ir a casa.
Las habladurías no se hicieron esperar, inspiradas por la envidia de alguna enfermera, que por casualidad vio al guapísimo paciente en que se había convertido el «oso andrajoso» que tanto había despreciado antes.
Candy alegó que era dueña de su tiempo libre y no le debía explicaciones a nadie, ni tenía nada de qué avergonzarse en su trato con Albert.
Él, a pesar de desear más que nada pasar tiempo con Candy, la aconsejaba tener prudencia al guardar las formas, sobre todo, porque su interés en ella no era tan inocente como Candy pensaba.
Día tras día, Albert se descubría más rendido a sus pies, pero no imaginaba a qué grado habían llegado las cosas, hasta el día en que ocurrió lo siguiente:
Albert había amanecido con fiebre. Tras una revisión rápida, el Dr. Brooks determinó que se trataba a un leve resfriado sin importancia.
Candy se desvivió por cuidar a Albert, y no lo dejó levantarse de la cama, por más que él le aseguraba que se sentía muy bien. Sin pensarlo demasiado, se sentó junto al paciente y estiró los brazos a ambos lados de la cabeza para acomodarle la almohada.
Tenerla tan cerca de modo inesperado, pilló a Albert con la guardia baja.
Antes de poderlo detener, le llegó el pensamiento de que con una cama tan al alcance, si ella quisiera, este cuartucho abandonado del hospital podría convertirse en un paraíso para dos.
Volvió a su mente la imagen de Candy en el cuarto de lavandería, mientras se cambiaba el uniforme. Su imaginación terminó de desvestir a Candy y fue inevitable que su cuerpo masculino respondiera de una forma que pronto sería imposible ocultar.
Se puso de pie de un salto y fue al aseo antes que Candy pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Con un portazo se encerró en el baño.
-¿Está todo bien? -oyó que Candy decía desde fuera.
Albert se miró con severidad en el espejo, y pensó:
«¡Gobiérnate, William!»
– ¡William! ¿De dónde ha salido ese nombre? -exclamó él.
Candy tocó a la puerta del baño.
-Albert, ¿necesitas ayuda?
Albert dio un resoplido. No solo su cuerpo lo traicionaba, ¡justo ahora!, su mente también le jugaba una mala pasada. Se acercó a la puerta del baño para que Candy pudiera oírlo, pero no la abrió.
-Estoy bien, Candy. Solo… necesito un momento a solas. Nos veremos mañana, ¿de acuerdo?
-De acuerdo -contestó Candy -con mal disimulada aflicción.
Cuando ella se marchó, Albert se dejó caer en el enlozado del baño, más confundido que nunca. La atracción que sentía por Candy no era ninguna sorpresa, pero sí la seguridad de que su nombre era William, además de Albert. Entonces, ¿por qué ella no lo sabía?
Si al final resultaba que sí era un espía, un maleante y todo lo que se rumoraba, lo mejor que podía ocurrirle era haberlo olvidado y volver a empezar su vida, al lado de Candy.
Poco a poco, una nueva determinación llenó los días de Albert. Su condición mental era estable, pero no mejoraba. En cuanto a su estado físico, estaba completamente recuperado. Ningún otro dato sobre su identidad había aparecido y el Dr. Brooks perdía el interés en su caso. No tardaría en darle el alta o, simplemente, echarlo a la calle. Sus días en el hospital estaban contados y haría todo lo que estuviera en su poder para seguir cerca de Candy una vez que dejara el cuarto cero.
Había otra cosa que no podía explicar del todo: se sentía unido a Candy por una fuerza irresistible, y no podía atribuirlo por completo al deseo físico que sentía por ella. Era como si Candy lo hubiera amado primero y él, simplemente, no hubiera sabido resistirse.
Amor. Sí. Pensaba en ella en términos de amor. De eso no le quedaba ninguna duda. Aunque no podía asegurar era que ella lo amara también, sentía que el lazo que los unía era mucho más fuerte que el que ella admitía abiertamente.
Una tarde, durante la visita habitual de Candy, Albert se puso serio al momento de decir:
-Candy, hay algo que he querido preguntarte desde hace algún tiempo. Sin mis recuerdos, es difícil distinguir la verdad de simples figuraciones mías. Sin embargo, cada día que pasa, esta sensación se vuelve más intensa y…
-¿Qué es lo que quieres saber? Puedes preguntarme.
-Dime la verdad, Candy. Oí lo que te dijo el doctor, que debías ayudarme a mantener la calma, que forzarme a recordar me ponía mal, pero debo saberlo. Tú y yo… ¿Somos…? ¿Estamos… enamorados?
Candy se puso color cereza.
-¿Por qué me preguntas eso!
-Candy, en medio de mi desesperación, de todo lo que se borró de golpe, lo único completamente claro, lo que me hace saber que no estoy loco es que, en la vida que tuve antes, también estabas tú. Aunque no puedo recordar nada de lo que me cuentas de Londres, ni de lo que pasó en la cascada, tengo esta inexplicable sensación de que nos conocemos de toda la vida.
-Albert… es que no sé cómo contestarte. Antes de todo esto, tú y yo no teníamos «ese» tipo de relación.
-Perdóname. Me he dejado llevar por mi necesidad de recobrar mi pasado -Albert hizo una pausa. Si ya había llegado tan lejos, lo mejor sería sincerarse de una buena vez. Buscó la mirada de Candy al decir-. Y también me dejé llevar… por mis anhelos.
Candy tembló por dentro. La mirada de Albert no dejaba lugar a dudas; él la veía como mujer, con ojos de hombre enamorado.
Como no había memorias de por medio, era como si acabaran de conocerse, de descubrirse. Candy reconoció que descubrir de nuevo a Albert, era maravilloso. Pero estaba pasmada y no sabía qué decir.
Albert le acarició la mejilla con delicadeza y se acercó muy lentamente a ella, por si elegía detenerlo. Cada centímetro que se acercaba, crecía su confianza en que era correspondido. Rozó su nariz afilada con la de ella y, ahora convencido de que Candy también lo deseaba, la tomó en brazos para besarla.
Candy sintió la boca ardiente de Albert sobre la suya y, antes de darse cuenta, abrió los labios para dejar entrar su lengua. Qué fácil era dejarse ir en ese beso, y pagarlo con las mismas ganas. Se desconoció a sí misma. Quién sabe de lo que hubiera sido capaz si Albert no se detenía.
Él abrió los brazos y tomó un poco de distancia, mientras que Candy suspiró de forma entrecortada.
-¿Estás segura de que este ha sido nuestro primer beso? -preguntó él, con la cabeza un poco volada.
-Albert, si nos hubiéramos besado así antes, ¿crees que te habría dejado olvidarlo?
Él sonrió, y volvió a besarla, esta vez muy suave, apenas rozando sus labios. Con otro beso como el primero, no habría podido detenerse.
-Candy, tal vez sí estoy un poco demente.
-¿Por qué dices eso?
-Porque ahora mismo, lo único que estoy pensando es en hacer un par de maletas y fugarme contigo a cualquier lado.