¡Qué tal! Ya tengo el nuevo capítulo. Espero que lo disfruten y comenten.
Ahora las cosas son muy distintas, pero hace 100 años, nacer fuera del matrimonio era un asunto muy serio y, tristemente, una pesada carga para los niños en esa situación. Esto quizá pueda explicar la reacción tan seria de Albert y de Candy. No es una reacción muy normal para nuestros días, sino más apegada a la época de la historia.
+ o +
Capítulo 11
Pisar tierra firme, es tomar una decisión.
En el probable caso de que Gelmino sea mi hijo, lo reconoceré y lo presentaré a la familia como mi primogénito.
En cuanto a lo que Candice me pide, casarme con Elena, no lo haré. Sé que a todos nos haría muy desdichados. Si antes amé a Elena o sólo nos unió el hambre del instinto, no tengo forma de saberlo. En cualquier caso, ya no soy el mismo hombre que partió de Italia.
Sé muy bien que mientras la madre de Gelmino viva, Candice no consentirá casarse conmigo. Puedo sobrellevar el no desposar a Candice, pero, casarme con alguien más, no puedo imaginarlo siquiera; el carácter no me alcanza para tanto. No cuando amo así, desesperadamente.
Ya que seré incapaz de darle a Gelmino todo lo que se merece, tendré que aprender a vivir con un poco de vergüenza y lo más que se pueda de dignidad.
Tras el desembarco en Francia, haré el resto del viaje en tren hasta Italia. Aunque sólo he viajado dos semanas, me parece que tanto pensar y pensar añadió un año entero a mi edad.
A diferencia de lo que sucedía en el barco, en el tren los pasajeros cambian constantemente, así que no hablo con nadie, apenas con los oficiales del tren y sólo para lo indispensable.
La última parada del tren es en Florencia, donde me detengo unas horas para averiguar cómo llegar a Brucianeci. Después de tanto movimiento del barco y el tren, siento que el piso se mueve al andar por la estación. Almuerzo fuerte, pues no sé cuántas horas pasaré sin comer, ni qué escena me espera en mi destino.
He conseguido que me lleven hasta Brucianesi, a través del río Arno, en un pequeño bote, más como una góndola grande. Llegaré poco antes de la puesta de sol.
Mientras espero la hora de salir, paseo por las calles cercanas al embarcadero y entro en la única tienda de regalos que sigue abierta. Lo que antes era una animada calle comercial, ahora está ensombrecida por la guerra. Compro un broche esmaltado para Candice, un pañuelo de seda para la tía Elroy y un pequeño arlequín de trapo para Gelmino.
Miro el arlequín unos momentos antes de guardarlo en el bolsillo de mi abrigo, con más preguntas ahora que cuando salí de casa.
Debe haber una explicación a todo este asunto, que no logro dilucidar. Si yo sabía de Gelmino antes de partir -como me hace creer la visión de Elena encinta- no entiendo como pude apartarme de su lado. Por más que le doy vueltas, no me creo capaz de dejar en el desamparo a una mujer; mucho menos, a una criatura.
Poco menos de tres horas después de embarcar, llego a Brucianesi. Tan pronto me adentro por sus callejuelas, el olor de antigua piedra húmeda me resulta conocido.
Ya que la Posada Gabetto es la única en el pueblo, la encuentro fácilmente. Basta tocar la puerta, para que enseguida aparezca Vittorio, que se queda boquiabierto al verme.
-¡Signore Alberto! ¡Qué sorpresa!
Vittorio me hace pasar al poco iluminado comedor de la posada. Como la luz eléctrica sólo ha llegado a las casas más prósperas, la posada aún depende de los quinqués de aceite.
-He venido por la carta que me envió, vine a ver a Gelmino -digo a Vittorio cuando el revuelo de mi llegada se calma.
Elena está muy sorprendida de verme. Dice «buenas noches» en italiano, desde la puerta de la cocina, sin acercarse. Se halla a unos pasos de distancia y aún con la poca luz, puedo ver que está en los huesos, con el bonito rostro cruzado por sendas ojeras. El cabello brillante de antes está deslucido. Quién sabe qué penurias ha soportado para tener esta transformación. Ni me da tiempo a pensar con detenimiento en ello, cuando la voz de Vittorio me devuelve al presente.
-Anda a buscar a Gelmino -dice a Elena-. El signore Alberto ha venido a verlo ¡Desde América!
Elena, obediente, cruza el comedor con dirección a las habitaciones familiares.
El niño estará dormido a esta hora, así que intento detenerlos para que esperen hasta mañana, pero Vittorio insiste, así que no me queda más que sentarme hasta que Elena vuelva con Gelmino.
Vittorio está muy contento y me habla de gente que no recuerdo del todo, pero yo estoy más pendiente de los ruidos que llegan por el pasillo: los pasos de Elena, el chirrido de la puerta de la habitación al abrirse y cómo Elena despierta con palabras cariñosas a su hijo. Cuando les oigo acercarse, estoy hecho un manojo de nervios.
Detrás de la falda de Elena, se asoma una cabecita rubia, de un niño de un año y medio, que se talla los ojitos por el sueño. Elena le acaricia la cabeza y Gelmino suelta la falda de su madre; me mira con sus luminosos ojos verdes.
La cara de Gelmino es redonda, dulce, de mejillas rosadas; se ve muy sano. Se nota que Elena y Vittorio lo procuran tanto como les es posible.
Me acerco pausadamente a Gelmino, hinco una de mis rodillas en el piso, para quedar más cerca de él. De mi bolsillo saco el arlequín que le he traído y lo extiendo frente a él.
Gelmino mira el muñeco, luego a mí. Duda unos momentos antes de pescar con ambas manos el arlequín. Gelmino me sonríe y luego vuelve a refugiarse en la falda de su madre.
-Será mejor que vuelva a dormir -le digo a Elena, luego hablo a Gelmino-, te veré mañana, ¿de acuerdo?
Cuando me quedo a solas con Vittorio, él me ofrece un trozo de queso añejo y pan. Yo, que no sé por dónde comenzar con lo que vengo a tratar, me siento a la mesa a cenar con Vittorio.
En un momento de calma, el primero que encuentro oportuno, le digo a Vittorio:
-Hace tiempo sufrí un accidente y perdí la memoria por un tiempo. Creí que había vuelto del todo, pero yo no tenía ningún recuerdo de esta posada, de los meses que pasé aquí… ni de Gelmino. Su carta fue una gran sorpresa para mí.
-¿Perdió la memoria? Vaya… ahora entiendo por qué no supimos más de usted -Vittorio se queda pensativo un momento-. Alberto, usted dejó dinero para Gelmino, bastante dinero. Y prometió que enviaría más muy pronto. Yo… no quería escribirle para pedírselo, pero… las cosas van muy mal.
-Ha hecho bien en escribirme, Vittorio.
-¿Cómo fue el accidente?
-Bueno, no fue un accidente, fue por una bomba que estalló en el tren donde viajaba, cerca de Milán.
-¡Sí, sí, recuerdo la noticia de la explosión! ¡¿Usted iba en ese tren?! Y ahora, ¿está bien?
-Sí, Vittorio. Pero hay cosas que no consigo recordar -me aclaro la garganta antes de seguir-. Hay algo que usted escribió en esa carta que… no esperaba.
Desdoblo la carta que llevo conmigo y la pongo sobre la mesa, delante de Vittorio. Señalo la frase que me ha robado la paz desde hace semanas.
-¿Es esto cierto? -pregunto.
Vittorio, después de leer la frase, asiente enfáticamente con la cabeza. Me toma unos instantes para que mi ansiedad comience a convertirse en resignación. Aun así, debo averiguar lo más posible, por eso digo a Vittorio:
-Y… ¿tiene alguna manera de probarlo?
Vittorio me hace una seña afirmativa. Rebusca en varios cajones hasta encontrar una caja metálica. Cuando la abre, veo fotos y papeles desordenados. Vittorio mueve las fotos de un lado para otro mientras mi expectación crece. Al fin, encuentra lo que estaba buscando.
-Mire signore Alberto -dice, al tiempo que pone en mis manos un papel.
Descubro que se trata de una fe de bautismo. Claramente dice los nombres de la madre, del padre, y yo… yo soy el padrino de Gelmino.
-Gelmino… ¿es mi ahijado?
-Sí, sí. Su hijo de la iglesia, su hijo ante Dios -contesta él señalando hacia el cielo.
Siento que el alma me vuelve al cuerpo, respiro hondo y dejo caer mi espalda pesadamente sobre el respaldo de la silla.
Empiezo a entender lo que ha pasado. La voz inglesa para ahijado lleva las palabras Dios e hijo, que Vittorio ha separado en una frase mal compuesta. Hubiera preferido que Vittorio me escribiera en italiano, y no ser víctima de una pobre traducción al inglés.
Mi evidente alivio pone a Vittorio en guardia. En un tono áspero, me cuestiona:
-¿Qué pensaba, Alberto? ¡Usted creyó que Gelmino era su hijo! -me prende por las solapas del abrigo y me sacude pidiendo explicación- ¡Dígame la verdad! ¿Ha faltado al honor de mi hija?
Me pongo de pie en un solo movimiento, me libro fácilmente de las manos de Vittorio, y le pido:
-Cálmese, por favor, Vittorio. Escúcheme. Hasta que recibí su carta, nada me hacía sospechar que podría haber engendrado un hijo. Pero, le repito, debido al estallido del tren, he perdido varias semanas de mi vida y no sé si alguna vez voy a recuperarlas. ¡Y la carta decía que Gelmino era mi hijo!
Vittorio pasa del enojo a la vergüenza al entender mi confusión. Se disculpa una y otra vez, totalmente atribulado.
En cambio yo, me siento ligero, lleno de contento. No sólo me ha vuelto la confianza en un futuro feliz, sino que he recuperado mi lazo con Gelmino, y podré velar por él como había prometido.
Pasada la conmoción, Vittorio llena los huecos de mi memoria y me cuenta lo que ha pasado desde la última vez que nos vimos.
El esposo de Elena, Enrico, fue llamado al frente de batalla a pocos meses de su boda, cuando Elena ya esperaba a Gelmino. Yo llegué a la posada tiempo después, por eso no lo conocí. Enrico fue malherido en la guerra y se encuentra convaleciente en un hospital de Turín, lo que dificulta mucho visitarlo.
Cuando ofrecí apadrinar a Gelmino, la situación en Italia era difícil, pero nada en comparación con lo que habría de venir. La escasez y el racionamiento lo encarecieron todo, al punto que es casi imposible conseguir azúcar. La posada apenas funciona como tal, así que subsisten gracias a que Elena se empleó como lavandera en la casa parroquial, mientras que Vittorio se ocupa del pequeño huerto, una vaca y algunas gallinas.
Al ver a Gelmino, bien alimentado y fuerte, no me queda duda de que el dinero que dejé para él ha sido bien usado. Mi visita a Italia me ha devuelto la paz, pero también será de provecho para mi ahijado y su familia.
Después de nuestra larga charla, Vittorio me conduce a una de las habitaciones para descansar.
Al día siguiente, me despierta el brillo de la mañana, ya pasan de las diez. Mi intención era levantarme temprano, pero esta es la primera noche en mucho tiempo que logro descansar. Además, pasé un buen rato escribiendo una carta para Candice, contándole todo lo sucedido anoche.
Tan pronto me aseo y me visto, voy a la oficina de correos. Mi carta llegará casi al mismo tiempo que yo, pero la envío de todos modos. La fortuna me sonríe pues en la oficina postal también hay un telégrafo, así que podré avisar a Archie de inmediato cómo se ha resuelto todo.
Sólo que antes envío un telegrama destinado a Candice, todo se resume a un par de frases:
«Soy libre. Sigo siendo tuyo.»
Continúa en Tu silueta a contraluz – Capítulo 12