Tu silueta a contraluz – Capítulo 10

¡Hola! Después de lo que conté la última vez, escribir lo que sigue me costó bastante trabajo. Ya les decía en la sección de reviews que si Albert es maravilloso, tampoco es un santo (qué flojera me daría un hombre casi beato, la verdad). Tal vez para algunas de ustedes esto se aleje del Albert de la serie, pero para mí lo hace más complejo e interesante.

+ o +

Capítulo 10

La época cercana al atentado del tren es una bruma mental que conserva muchos misterios para mí. Hasta recibir esta carta, no recordaba haber estado en Brucianesi. Tampoco sé cómo llegué a Chicago; ningún rastro queda en mi mente de la travesía marítima. Las primeras imágenes que tengo tras mi vuelta a América, son del hospital.

Luego de leer la carta por tercera vez, hay muchas cosas que sigo sin entender. No puedo recordar a este niño, ni haber estado en situación de engendrar un hijo; no en Italia, al menos.

Sin embargo, la única forma en que Vittorio sepa cómo encontrarme, es porque yo lo he querido.

Por si eso fuera poco, el pequeño se llama Guiglielmo, la forma italiana de William.

El niño lleva mi nombre.

Vittorio, que es su abuelo, lo llama, cariñosamente, Gelmino.

Lo he pensado toda la noche y he decidido viajar a Italia para averiguar la verdad. Antes, debo hablar con Candice y por eso le he pedido que se reúna conmigo en el invernadero. Necesito que hablemos en un lugar apartado y las paredes de cristal nos mantendrán a salvo de ser escuchados sin darnos cuenta.

Desde el primer momento, Candice nota la seriedad del asunto. Por más que le pido que espere a escucharlo todo antes de sacar conclusiones, ella intuye la gravedad de lo que voy a decirle y se sienta en una de las repisas para macetas, sin importarle manchar su vestido con la tierra. Yo comienzo a hablar, yendo y viniendo dentro del pequeño invernadero, no puedo estarme quieto.

Al terminar de relatarle el contenido de la carta, Candice se lleva una mano al pecho y queda inmóvil, desconcertada.

-De primera impresión, no tengo motivos para creer que Gelmino sea mi hijo -le digo mirándola a los ojos-. Pero tampoco tengo la certeza de que no lo sea.

-No comprendo qué quieres decir, Albert.

Restriego mi entrecejo con los dedos, es preciso hablar francamente.

-Candice, perdona mi falta de delicadeza, pero, no recuerdo… haberlo concebido.

Ella aparta la mirada unos instantes, luego frunce el ceño antes de volver a mirarme.

-Entonces, ¿qué te hace pensar que pueda ser tu hijo?

Exhalo pesadamente, pues mientras más lo pienso, más razones encuentro.

-La familiaridad con la que me escribe Vittorio. Algunas cosas que me cuenta en la carta, puedo recordarlas con claridad ahora, pero, sobre todo, es que la carta está dirigida a mí como William, no como Albert, y con la dirección de Lakewood -sin pensar mucho lo que estoy haciendo, jaloneo uno de los helechos y acabo por arrancarle algunas hojas mientras hablo-. Antes de la ceremonia de presentación, sólo un puñado de personas me conocía como William; era el mayor secreto de la familia. Si el abuelo del niño sabía mi nombre y dónde encontrarme, es porque yo se lo dije.

Candice deja caer los hombros, luego dice con un hilo de voz:

-Un hijo en Italia…

Me siento junto a ella y la tomo por los hombros.

-Antes de decir algo así, debo averiguar si es mío o no. Viajaré a Italia lo antes posible para aclarar esta situación.

Ella se pone de pie y se aleja unos pasos. Todavía de espaldas a mí, pregunta:

-Y… ¿si el niño es tuyo…?

-Tengo la intención de reconocerlo -contesto sin dudar.

Mi respuesta parece tranquilizarla, me mira de nuevo y asiente con la cabeza.

-¿Quién más lo sabe? -me pregunta.

-Por ahora, solamente tú. Más tarde lo hablaré con Archie y George. Pero hasta no tener algunas respuestas, nadie más lo sabrá. Te pido por favor que esto quede entre nosotros.

-Por supuesto -me dice con voz temblorosa.

No lo resisto más y la tomo entre mis brazos, la aprieto contra mi pecho.

-Candice, tengamos calma, ¿sí? Y mientras vuelvo, promete que usarás todas tus fuerzas a hacer el dispensario realidad.

Ella no habla, pero siento como mueve su cabeza diciendo que sí. Le doy un beso en la coronilla y nos quedamos así, abrazados, por largos minutos.

+ o +

Tan pronto zarpa el barco con destino a Europa, me pongo a deambular por todos sus rincones, intentando con ello no pensar en el puerto que dejo atrás, donde quedó Candice diciéndome adiós hasta perderse de vista.

Me espera un viaje largo, con mucho, demasiado tiempo para pensar. Estaré de vuelta, lo más pronto, en seis semanas. Y eso… si nada se complica.

De tanto leer la carta de Vittorio, en un intento de encontrar alguna otra pista, una mínima esperanza, ya puedo recitarla de memoria. Incluso los rastros de gramática italiana que se colaron cuando Vittorio ha escrito en inglés.

Aunque la carta habla bastante del niño y de Elena, su madre, la única línea que apunta a mi paternidad es la que recuerda mi promesa de ayuda.

Elena. Parece que comienzo a recordarla por fin. La escena que viene a mi mente es de una joven embarazada, de largos y rubios cabellos. Ella se tambalea llevando una pesada cubeta de leche recién ordeñada y yo corro para ayudarle a llevar la carga. Elena me sonríe con gratitud. Es todo cuanto puedo recordar.

Hay algo más que me intriga, y es que no leo el más mínimo reproche. Vittorio me escribe con total confianza de que cumpliré con velar por Gelmino. ¿Será que lo he reconocido ya? Por un momento me sobresalta la noción de que pudo haber nacido legítimo, dentro del matrimonio… No, no puede ser que yo haya olvidado tanto así.

Pero ahora, a mitad del cruce atlántico, es otra carta la que me tortura. Candice me entregó un sobre al momento de despedirnos, me hizo jurar que no lo abriría hasta estar en alta mar. Y ha hecho bien, pues de otra forma me habría tirado al agua para nadar de vuelta, igualmente echando por la borda cada una de mis intenciones honorables.

La cuidada caligrafía, sin un solo error, me hace saber que pensó muy bien cada frase antes de escribirla. Eso añade un peso de plomo a sus palabras:

«Albert, cariño mío,

En este mundo hay muchas formas de amar y yo siempre tendré una y mil para ti. Aun a la distancia, siempre te he sentido cerca, así que ya nada podrá cambiar eso.

Si Gelmino es tu hijo, ten la seguridad de que amaré a ese niño como si fuera mío.

Por eso te pido que veas también por su madre, te ruego que te cases con ella. No podría soportar que un niño viva como ilegítimo por mi causa, no conseguiría ser feliz con ese peso sobre mis hombros.

No quiero con esto renunciar a nuestras esperanzas, no todavía, sino hasta conocer la verdad; solo quiero que sepas que si así tiene que ser, lo haré sabiendo que es para honrar un vínculo indisoluble entre padre e hijo.

A mis ojos, nada hay que se compare con tener la conciencia tranquilla y vivir en paz.

Mi corazón va contigo,

Candice.»

Desde que leí su carta, hace algunos días, me he quedado dentro de mi camarote casi todo el tiempo. No tolero la compañía, ni la charla vana que hacen otros pasajeros. Además, he contado con la excusa de que hace mal tiempo.

He salido a cubierta a la media noche. El mar es negro y ruge de forma pavorosa. En esa misma negrura se agita mi alma. No podía dormir, dejando transitar mi mente por las olas más oscuras, pensando en mentir y engañar.

Sería tan fácil dejar a Gelmino en Italia, ver que nada le falte sin que nadie en América sepa sobre él. Puedo decir que ha sido todo un chantaje, una farsa, hacer como que nada ha pasado, y volver a los brazos de Candice.

Hasta hoy he tenido una falsa certeza de mi honradez. Qué sencillo es ser bueno cuando no se arriesga nada. Y qué duro, qué difícil es hacer lo correcto cuando está todo en juego.

+ o +

-Ardlay, ¿se encuentra bien?

Debo levantar la vista de mi plato para darme cuenta de que se trata de mi vecino de camarote, quien me mira con cara preocupada.

-Sí, Spencer, sí -respondo, esperando sonar coherente, ya que no he conseguido dormir en toda la noche. Quién sabe cuánto llevo sentado a la mesa sin probar bocado.

-Tenía días sin verlo, Ardlay, ya me preguntaba si se habría caído al mar… ¡Hombre, parece que nunca hubiera viajado en barco! Qué cara tan pálida tiene -Spencer se ríe de mí-. ¡Mesero! Retire el plato por favor. Y traiga un ginger ale para el señor, si fuera tan amable.

No tengo ningún mareo, pero como no puedo explicarle a Spencer mi verdadero malestar, lo dejo contarme todos los remedios que conoce, sin protestar. Al fin se aburre de su monólogo y me pregunta:

-¿Qué lo trae a Europa? ¿Negocios o placer?

Como no se trata de ninguna de las dos, me quedo sin saber qué decir por un par de segundos.

-¡No ponga esa cara de espanto, Ardlay! Me hace pensar que se trata de algo misterioso, algo que lo atormenta… ¿un viejo amor, quizá?

-No, no, tal vez uno nuevo -digo en tono de broma para salir del paso.

-¡Un nuevo amor! Qué ocurrente. Pero, claro, es usted mucho más joven que yo. Seguro le quedan muchas conquistas por delante.

Con este hilo de la conversación, Spencer emprende su relato sobre todas las novias que tuvo, y los muchos corazones que rompió cuando estudiaba en Alemania. Su imparable charla me facilita las cosas, porque no necesito participar en absoluto.

Mientras tanto, reflexiono que lo que dije antes sin pensar, al final resultará cierto. Es un nuevo amor el que me trae a Italia, el recién descubierto amor por Gelmino. Este niño necesita de mí y yo he prometido cuidarlo. ¿Podría Gelmino darme la fuerza que necesito para poner el deber antes que todo lo demás?

Continúa en Tu silueta a contraluz – Capítulo 11

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *